Hay un momento en la vida de cualquier líder en el que la verdad aparece con una claridad casi incómoda: no saber también es parte del trabajo. Y aunque suene simple, aceptarlo exige un tipo de valentía poco celebrada. Nos enseñaron que liderar es tener visión, claridad, rumbo, certezas. Lo que casi nunca nos enseñaron es que, a veces, el liderazgo más honesto nace justamente de lo contrario: del coraje de admitir que no tenemos todas las respuestas, pero aun así estamos dispuestos a acompañar, explorar y sostener.
Este descubrimiento me llegó un día que empezó como cualquier otro. Teníamos una reunión importante sobre un proyecto que llevaba meses estancado. El equipo esperaba una definición, una señal, una hoja de ruta clara. Yo también la esperaba, aunque nadie lo sabía. Llegué temprano, abrí la laptop, repasé informes, volví a leer mensajes, intenté armar una síntesis… pero nada terminaba de cerrar. Lo que más me inquietaba no era la complejidad del tema, sino la presión de creer que debía tener una respuesta, aunque esa respuesta aún no existiera.
Cuando llegó la hora de la reunión, entré con esa mezcla de tensión y expectativa que uno intenta disimular. Todos me miraron como quien mira un faro. Yo sentí que era un faro sin luz. Había un silencio suave, no hostil, pero lleno de expectativa. Y ahí, en ese instante, entendí algo: forzar una respuesta a medias podía parecer liderazgo, pero no lo era. Era una forma elegante de tapar el vacío. Un maquillaje de seguridad.
Respiré hondo, apoyé las manos sobre la mesa y dije algo que nunca había dicho en voz alta: “Hoy no tengo la respuesta que están esperando. Pero estoy acá, y podemos construirla juntos”. El silencio cambió de sabor. No era decepción. Era alivio. Como si todos, de repente, obtuvieran permiso para soltar esa exigencia interna de tener todo claro siempre.
Esa tarde aprendí que no saber no debilita la autoridad; debilita el ego. Y eso, lejos de ser un problema, abre una oportunidad.
Porque hay una verdad simple: nadie tiene todas las respuestas. Pero muchos líderes gastan una energía enorme tratando de parecer que sí. Es un desgaste invisible, pero constante. Un gasto emocional que erosiona la presencia real. Y lo peor: cuando fingimos seguridad absoluta, dejamos sin espacio la participación del equipo. Si yo lo sé todo, ¿para qué preguntar? Si ya tengo la solución, ¿quién se va a animar a aportar otra mirada?
Con el tiempo entendí que el coraje de no saber no es rendición, ni debilidad, ni falta de preparación. Es humanidad. Es responsabilidad. Es confianza en uno mismo y en los demás. Requiere madurez emocional. Requiere humildad. Requiere estar dispuesto a lidiar con el propio vacío sin proyectarlo hacia el equipo.
Me di cuenta de que los líderes que más admiré en mi vida no eran los que siempre tenían la respuesta perfecta, sino los que tenían la capacidad de hacer preguntas mejores. Los que no aparentaban saberlo todo, sino que sabían sostener el proceso de búsqueda. Los que podían decir “no sé” sin perder presencia. Los que convertían la incertidumbre en un espacio de colaboración, no de tensión.
Pero claro: admitir que no sabemos activa miedos. Miedo a parecer débiles. Miedo a perder autoridad. Miedo a decepcionar. Miedo a que otros usen esa honestidad en contra nuestra. Miedo a sentirnos expuestos. Por eso requiere coraje: porque expone, pero también humaniza. Expone, pero también acerca. Expone, pero también legitima la verdad interna de todos.
Aprendí que cuando un líder se atreve a decir “no sé”, el equipo respira. Porque, aunque nadie lo diga, todos viven con dudas, presiones, contradicciones y ambigüedades. Y un líder que lo reconoce le da permiso al resto para aportar, preguntar, equivocarse, explorar. Esa es la verdadera fuerza del liderazgo vulnerable: no busca ser perfecto, busca ser real. Y lo real une más que cualquier discurso de perfección.
Noté también que cuando admitimos no tener la respuesta, algo muy valioso ocurre: el equipo empieza a participar de verdad. No desde el lugar de “opinar”, sino desde el lugar de construir. Porque la incertidumbre, cuando se comparte, deja de ser carga y empieza a ser espacio creativo. De hecho, muchas de las mejores ideas que surgieron en mis equipos nacieron justo en esos momentos en los que nadie sabía bien hacia dónde ir. Porque la incertidumbre obliga a escuchar más, mirar más fino, pensar más profundo.
Con el tiempo fui desarrollando un pequeño ritual: cuando siento que no tengo una respuesta clara, en vez de cerrarme, me abro. En vez de apresurarme, pregunto. En vez de fingir claridad, describo el punto ciego. Y entonces ocurre algo mágico: aparecen las perspectivas, las sutilezas, las intuiciones colectivas. La conversación se vuelve más honesta. Y la dirección aparece —tal vez no rápido, pero aparece— de manera más sólida que si hubiera intentado inventarla solo para cumplir un rol.
Uno de los aprendizajes más fuertes fue entender que el liderazgo no trata de tener razón, sino de generar movimiento. Y a veces el movimiento nace justamente del reconocimiento de que no sabemos. Esa puerta abierta es una invitación al diálogo. Es un gesto de confianza. Es una muestra de seguridad emocional. Porque solo alguien seguro de sí mismo puede admitir que no tiene todas las respuestas sin derrumbarse por dentro.
El coraje de no saber también protege algo fundamental: la calidad de las decisiones. Cuando un líder finge certeza, toma decisiones rápidas, pero no necesariamente buenas. Cuando un líder se permite navegar la incertidumbre con el equipo, la decisión tarda más, pero tiene mayor profundidad, mayor alineación y mayor sabiduría colectiva.
Y entonces descubro la paradoja: un líder que admite que no sabe termina sabiendo mejor.
Porque escucha más. Porque observa con más apertura. Porque recibe información que no habría llegado a sus manos si hubiera fingido seguridad. Porque construye un clima emocional en el que el equipo se siente habilitado para aportar, cuestionar y mejorar.
Hoy creo que la mayor libertad de un líder es no tener que interpretarlo todo. Es aceptar que el conocimiento no es un producto terminado, sino un proceso que se atraviesa con otros. Es permitir que las respuestas aparezcan, en vez de fabricar soluciones para tapar la incomodidad.
Si estás liderando un equipo, te invito a que pruebes esto: la próxima vez que alguien te traiga un problema para el que no tenés respuesta, no improvises una. No te tapes con palabras. No te escondas detrás de un tecnicismo. Decí simplemente: “No lo sé, pero podemos pensarlo juntos”. Esa frase, tan breve, transforma vínculos. Alinea. Calma. Humaniza. Y sobre todo, habilita inteligencia colectiva.
Porque tener todas las respuestas no es liderazgo.
Tener el coraje de buscarlas con otros, sí lo es.
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